Crítica de «Ocho apellidos vascos»: mucho apellido y pocas risas.

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Comienza a resultar un obstáculo para la comedia nacional el que los gags más loables contenidos en sus argumentos se desvelen por imperativo categórico como gancho insustituible para vender la película en su campaña promocional. Sucedía en ¿Quién mató a Bambi? (2013), de Santi Amodeo, un ejemplo reciente, y sucede ahora con Ocho apellidos vascos, de Emilio Martínez Lázaro. Y es que si uno ha prestado un mínimo de antención en las últimas semanas al bombardeo de tráilers y clips previos a su estreno, es probable que no le salgan las carcajadas presumibles en los primeros compases del filme, lo cual puede conllevar a que el resto del metraje tampoco consiga arrancarlas si lo que contiene no supera el nivel de lo publicitado. El problema de Ocho apellidos vascos no es que su desarrollo sea lánguido, sino que a lo largo del mismo no se suceden los necesarios gags que hubiera necesitado para superar la mera anécdota contenida en su tráiler promocional. Eso o que estos mismos gags no contienen el empuje y la chispa incisiva que se precisaría para ensalzarnos en una vorágine de risas durante su contemplación.

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Es de alabar el que la pareja de guionistas, Borja CobeagaDiego San José, no le hayan hecho ascos a abordar de frente temas y situaciones que, sobre el papel, pudieran resultar espinosos, extrayendo de ellos una impensable comicidad, como la obviedad que supone jugar y exprimir los topicazos tan profundamente asentados de las gentes del sur y del norte y enfrentarlos desentrañando el disparate. Las intenciones y el riesgo asumidos por Cobeaga y San José son loables, sí, pero hay algo en su libreto que nos insta a torcer el ceño a lo largo de Ocho apellidos vascos: la escasa garra o, en pocas palabras, mala uva contenida en sus imágenes. Hay en la idea de base de este filme materia prima suficiente como para haber dado pie a una película arrolladora y desenfadada y, sin embargo, lo que comienza como una briosa reyerta de contrarios acaba desembocando, más pronto que tarde, en una agradable comedia de tono tan amable como cobarde, perjudicada claro está por la falta considerable de ingenio en la elaboración de los gags, que se pliegan demasiado pronto al consabido efectismo del choque autonómico sin deparar, la mayor parte de ellos, gracia alguna a partir del segundo tramo de la cinta, precisamente por su reiteración.

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Pero, sobre todo, Ocho apellidos vascos decae a medida que avanza por lo débil y accesorio de su conflicto central, insuficiente para justificar con holgura toda la película si, al mismo tiempo, éste no se haya rodeado y ornamentado con un tratamiento, narrativo pero también técnico, que distraiga al espectador de la escasa sustancia que encierra la historia. En este sentido, es obligado señalar que Ocho apellidos vascos se resiente mucho de las facultades de su realizador, un Martínez Lázaro eminentemente clásico, que sabe cómo manejar el ritmo de sus imágenes de forma apacible, pero al que parece quedarle grande un material como este, al que impregna de su habitual ternura cuando a todas luces el filme pedía a gritos mayores dosis de gamberrismo. Por ello, la comedia deja de funcionar y el viraje en el último tercio hacia el lado más emotivo o directamente romántico del conflicto hunde las esperanzas de encontrar en Ocho apellidos vascos un nuevo ejemplo de buena comedia española.

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Además, cuando las deficiencias base del filme se quedan al descubierto es cuando se desvela también otro de los aspectos que lastran el alcance último de la película: la desorientada interpretación de su protagonista femenina, una Clara Lago que cumple con corrección en la exposición del lado más hostil y autosuficiente de su personaje, pero que no da la talla a la hora de dar la coherencia exacta al cambio que afecta a su rol, lo que repercute enormemente en la verosimilitud de toda la parte final. Por suerte, su compañero Dani Rovira acierta en pleno con su entusiasta interpretación, lidiando y llevando al límite los lugares comunes por los que ha de transitar, marcándose con su trabajo los momentos más felices de Ocho apellidos vascos. Sin embargo, la función ha de pertenecer, por derecho propio, a Karra Elejalde, que con sólo su presencia ya llena el vacío narrativo que puebla la excusa argumental de la película, componiendo además un personaje dibujado en el extremo y que cobra vida en la pantalla gracias a la hondura y la autoridad con la que está interpretado, algo que sucede también con el poco descrito personaje de Carmen Machi, al que la actriz insufla un hálito bonito y hasta entrañable, no exento de cierto patetismo, logrando entre ambos sostener el grueso del metraje con admirable dignidad, no por otra razón entre ambos protagonizan la mejor secuencia de todo el filme: esa borrachera a txacoli.

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Puntos fuertes a los Goya 2015:

– Mejor Actor Secundario: Karra Elejalde.

– Mejor Actriz Secundaria: Carmen Machi.

– Mejor Actor Revelación: Dani Rovira.

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